Por Luis Daniel Londoño. prensa@emisoramariana.org

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La espiritualidad es encanto, se decía en la entrega anterior. Ojo, detente por un momento: este encanto no es un estado romanticón, de ánimo o una simple serenidad individual, con cierto placer pasajero, tampoco es una terapia novedosa o un acetaminofén… No, absolutamente no.

La espiritualidad cristiana se diferencia de cualquier genérico barato. Ella me compromete, me involucra, me pone en acción ¿Por qué? Porque es una espiritualidad con un rico contenido que me saca de esa zona de confort creada por una fe demasiado piadosa, santurrona y lejana de la realidad de cada día.

Y ¿Cuál es ese rico contenido de esa espiritualidad? Es una persona, es Jesucristo, pero… Él no fue un maestro más de la ley, un fariseo renovado, un escriba culto o un revolucionario al estilo comunista, ni tampoco el creador de un movimiento alterno dentro del judaísmo.

Con su existencia, su palabra, sus acciones, su entrega, su sacrificio, Jesucristo nos mostró el estilo de vida que quiere Dios para nosotros y que se resume en: “amor a Dios y al prójimo”.

Aunque aquí hay otro pero… tampoco se trata de la práctica de un altruismo generoso tipo Bill Gate; la espiritualidad supera las prácticas de un simple reino terrenal presuntuoso y se construye desde los pequeños, los que no cuentan, los pobres… los preferidos de Dios.

¿Quieres saber algo más? No te pierdas la próxima entrega.

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