Imagen de archivo – Emisora Mariana
“Salten de júbilo los hombres, salten de júbilo las mujeres; Cristo nació varón y nació de mujer, y ambos sexos son honrados en Él” (San Agustín)
Diciembre, por ser el último mes del año, no deja de tener su encanto y su misterio. Desde días antes, se empieza a escuchar la música propia de este tiempo, esas canciones que no pasan de moda; poco a poco los hogares y las calles se van adornando con luces multicolores; las empresas preparan espacios de ágape con sus empleados; el sentido de fiesta se empieza a contagiar por todos los rincones; y es que, independientemente de tener un motivo de fe o no, cada país, cada cultura, busca una forma de celebrar la vida.
En este tiempo las comidas son especiales, las formas de vestir, los regalos, los encuentros, adquieren una dimensión diferente a los otros meses. Las expresiones culturales hacen más agradable esta época y claro, no faltan los regalos y los abrazos. Estos son los ingredientes comunes, propios de diciembre.
Pero… los católicos miramos más allá de lo común, sin necesidad de convertirnos en “aguafiestas”. Para los creyentes, diciembre tiene otra dimensión, ya no se trata solamente del último mes del año, sino de celebrar nada más y nada menos que el nacimiento del Niño Dios, de recordar que Dios nos ama y “puso su morada entre nosotros”. Isaías, Juan Bautista, María, José, son personajes que van apareciendo en la revelación de este misterio maravilloso: Dios está cumpliendo sus promesas.
Por tanto, en diciembre no recordamos un simple onomástico o celebramos un cumpleaños más, ante todo, revivimos el misterio extraordinario de la encarnación, algo jamás visto en la historia de pueblo de Israel o de las grandes religiones: un Dios se revela a lo humano y en lo humano. Se hizo “semejante a nosotros, menos en el pecado” (Hebreos 4, 15).
Ese pesebre que juntos armamos en casa, no es un simple adorno navideño, es el escenario que pone de manifiesto la dimensión más profunda de la encarnación; en él contemplamos a un niño que llora, que siente hambre y frío, es el niño Dios, el “Enmanuel”. En el pesebre apreciamos que la grandeza de Dios se expresa en la debilidad de un recién nacido.

El Papa Francisco afirma que, “El pesebre nos dice que Él nunca se impone con la fuerza. Recordad bien esto, chicos y chicas: el Señor nunca se impone con la fuerza. Para salvarnos no ha cambiado la historia con un milagro grandioso. Ha venido con gran sencillez, humildad, mansedumbre. Dios no ama las imponentes revoluciones de los potentes de la historia y no utiliza la varita mágica para cambiar las situaciones. Se hace pequeño, se hace niño, para atraernos con amor, para tocar nuestros corazones con su humilde bondad; para conmover con su pobreza a quienes se esfuerzan por acumular los falsos tesoros de este mundo”.
Para los que creemos en el Niño Dios, diciembre es una oportunidad maravillosa para reconquistar tantos valores perdidos, tantos abrazos que no hemos podido dar, tantas bendiciones que no hemos pronunciado, tantos momentos bellos que nos hemos privado de vivir, tantos encuentros deseados, tanto tiempo que quizás no hemos sabido valorar y tantas palabras que seguramente hemos querido decir.
Apostarle a una navidad llena de sentido, es la única forma de salir a paso de ese desenfreno que nos lleva a endeudarnos, a beber sin límites o ha perder una oportunidad única de propiciar encuentros que nos harán sentir amados por Dios.
“En el Dios que se hace hombre por nosotros, todos nos sentimos amados y acogidos, descubrimos que somos valiosos y únicos a los ojos del Creador. El nacimiento de Cristo nos ayuda a tomar conciencia del valor de la vida humana, de la vida de todo ser humano” (Papa Francisco).
¡Feliz navidad! y muchas bendiciones al comenzar un nuevo año.